Fotos de EXPO-CANILLAS
Se iniciaba la primavera de 1959 y el campo se vestía con tonos verdes. Los primeros habitantes del Poblado Dirigido de Canillas, llegaban con sus enseres para cumplir el sueño acariciado, una casa de su propiedad. La entrega de las llaves se había demorado unos meses y urgía abandonar el alquiler de la anterior. En las viviendas aún tardarían una semana en enganchar la luz, sólo la luna alcanzaba claridades en las ventanas sin persianas. Casi un mes tardaría en llegar el agua potable a las viviendas, aún después que así fuera, mujeres y niños iban con los botijos hasta la plazoleta posterior a los bloques de la Carretera de Canillas, había una fuente que según decían era de un manantial.
Era tiempo sin ruidos de motores en las calles ajenas al asfalto, solo las risas del escondite inglés, el silbido de la comba, las chapas y el girar de las peonzas. Al anochecer, se fundía el aire con voces desde las ventanas. "¡Manolita, Pepito! Ya estáis subiendo a cenar". Esquivos, a regañadientes, se apagaban los juegos. En el estío, al anochecer, brillaban los guijarros de la acera con el riego y los abanicos competían con el aire. En las puertas se sacaban las sillas y banquetas, se contaban historias de los pueblos, teñidas de nostalgia. De mano en mano, pasaba el botijo del agua y la bota de vino. Se ahuyentaba el sueño.
Era tiempo sin ruidos de motores en las calles ajenas al asfalto, solo las risas del escondite inglés, el silbido de la comba, las chapas y el girar de las peonzas. Al anochecer, se fundía el aire con voces desde las ventanas. "¡Manolita, Pepito! Ya estáis subiendo a cenar". Esquivos, a regañadientes, se apagaban los juegos. En el estío, al anochecer, brillaban los guijarros de la acera con el riego y los abanicos competían con el aire. En las puertas se sacaban las sillas y banquetas, se contaban historias de los pueblos, teñidas de nostalgia. De mano en mano, pasaba el botijo del agua y la bota de vino. Se ahuyentaba el sueño.
La mañana era un tiempo de
patios, de pan con aceite aliñando el tomate, de sardinas arenques
prensadas con un papel de estraza en los goznes de las puertas. Café de puchero con colador, de agua teñida con achicoria. Alguna vaquería cercana para llevar leche fresca. Un lujo la leche condensada "Nogueroles", en vasos de cristal con dibujos; mañanas de Cola-cao para ser el amo de la pista y boxear con
primor. Los patios se iban tiñendo de rosas y geranios, tratando de ocultar su aspecto de lápidas debido a las vigas que acotaban el espacio, por ellos transitaban los gatos y a los niños les servía de gimnasio para saltar las vallas, sin salir a la calle.
Paseos de atardeceres entre los
trigales y huertas, excepcionalmente una excursión hasta llegar al aeropuerto y ver salir los
aviones, parecía mentira que pudieran elevarse con tanta celeridad.
¿Adónde irían los viajeros? Antes de volver al Poblado, una visita al paisano que tenía su huerta en Barajas, se cargaban melones y
sandías. Había que descansar
junto al caño gordo, llegaba el momento de aligerar la carga
saboreando el dulce jugo que chorreaba las manos y brazos, lavarlos,
antes de proseguir la marcha.
En los "chinares", don
Jose Luis era un cura poco usual, con la sotana remangada, lanzaba al aire el único balón de
reglamento existente en el barrio, los niños tras él, iniciaban su grito de guerra: "Monaguillo toca la campana" y
ellos coreaban: "Señor cura, no me da la gana", en cualquier otro lugar hubiese sido un desafuero castigado. "Que sí, que no, que
caiga un chaparrón con azúcar y turrón" y tras el partido, un premio para todos. Un trozo de pan con dos onzas de chocolate y algunos cromos de futbolistas, ni la mejor copa hubiese sido mejor premio.
Los "Jardines de Villa Rosa", eran un universo de lujo desconocido, un cabaret internacional para la alta sociedad. Enfrente, al otro lado donde finalizaba el asfalto, un pequeño cerro servía de palco sentados sobre las piedras, se sacaba de la cesta el bocadillo y la fruta. Los coches comenzaban a llegar, se detenían y el chófer abría las puertas, ellos descendían con trajes de colores claros y pajaritas negras. Las mujeres con vestidos largos y generosos escotes, hacían brillar sus joyas bajo la luz del atardecer y los faroles, en plena canícula de agosto, la mayoría de ellas lucían estolas de
piel La niña preguntaba extrañada: ¿Por qué llevan tanto abrigo? "Es que
luego refresca, hija". El padre sacaba el peluco del bolsillo del chaleco, pronto serían las diez, hora de regresar a casa; al día siguiente tenía que madrugar.
Otoño, vinculado al frío, se
colaba por las rendijas, sobre la cocina de carbón, hervía el
puchero con huesos y escasa carne, con algo de tocino y chorizo, verduras o legumbres, traídas del pueblo. Abundante agua para convertir el caldo en diversos platos de sopas. Cardos, cardillos y setas del campo aledaño eran exquisito manjar. En la hornilla se retiraban las brasas, la carbonilla y escoria, ya frías, se aprovechaban para
rellenar el barro de las calles sin asfalto, en las que no bastaban las botas katiuskas. Con las ascuas del brasero se asaban castañas y dulces
boniatos, tras su retirada, el sahumerio de romero y espliego
perfumaban el hogar.
Se acercaba la Navidad, tiempo de
luces y alegría, de zambombas y panderetas, de visitas a los vecinos cantando villancicos y pidiendo el aguinaldo. Escasas eran las monedas y generosos los mantecados, mazapanes, turrones. Para los mayores la copita de un dedal, con anís o coñác. Deberían haber sido días alegres pero se convirtió en la más triste Navidad, la ausencia del padre en el hospital. A través de la radio, llegaban las campanadas al nuevo barrio, los vecinos comían las uvas y descorchaban botellas de sidra, salían a la calle con petardos y bengalas. Se inauguraba una nueva década, 1960.
La niña abandonó bruscamente la niñez, supo que los Reyes no le traerían ningún regalo aún así decidió escribir una carta y la echó en el buzón, sólo tenía una petición: Salud para su padre, su mejor amigo. Tuvo que sustituir al pipero con su cesta de pipas y caramelos Saci para jóvenes fumadores de Celtas y chicles de Cheiw y Bazooka. En el barrio hubo una cabalgata bajo las bombillas de luces mortecinas: tres camionetas engalanadas con guirnaldas de papel y bombillas, unos tronos que se tambaleaban en los baches unos pajes montados a caballo, reconocibles bajo sus baratijas y oropeles lanzaban los caramelos que no llegaban al suelo. Les acompañaba una banda de música y finalizaba con un pastor y su rebaño, el mismo que apacentaba en tierras canillenses.
La niña abandonó bruscamente la niñez, supo que los Reyes no le traerían ningún regalo aún así decidió escribir una carta y la echó en el buzón, sólo tenía una petición: Salud para su padre, su mejor amigo. Tuvo que sustituir al pipero con su cesta de pipas y caramelos Saci para jóvenes fumadores de Celtas y chicles de Cheiw y Bazooka. En el barrio hubo una cabalgata bajo las bombillas de luces mortecinas: tres camionetas engalanadas con guirnaldas de papel y bombillas, unos tronos que se tambaleaban en los baches unos pajes montados a caballo, reconocibles bajo sus baratijas y oropeles lanzaban los caramelos que no llegaban al suelo. Les acompañaba una banda de música y finalizaba con un pastor y su rebaño, el mismo que apacentaba en tierras canillenses.
Días después, el ulular de la
ambulancia rompía el silencio del mediodía, la niña pensó que su
oración había sido oída, fue sólo un espejismo. Habían transcurrido quince días del año, hubo que improvisar una cama bajo la escalera, fue un tiempo de despedida, de forzadas sonrisas. Una semana después cuando brillaba el sol de mediodía, él se fue hacia la luz, donde las estrellas besan la luna. Como
un haz de espigas, vinieron las gentes del barrio a dar su último
adiós al primer canillense que lo abandonaba.
El barrio se fue llenando de familias, las mujeres cantaban mientras se afanaban en limpiar y colocar los pocos bártulos que traían. Los hombres, tras su horario laboral, hacían chapuzas y daban los últimos retoques al que ya era su hogar. Bajo el cielo canillense se compartía lo poco que se tenía, se participaban alegrías y tristezas; se saciaba el hambre de amor. La vida
continuaba girando como una peonza.
(Rosa Jaén /14.6.14)
Foto: Fernando Sainz Valdecantos.
Precioso Rosa, has sabido reflejar esos primeros años en un barrio nuevo. Enhorabuena.
ResponderEliminar¡Muchas gracias, Ricardo! Viniendo de ti, todo un experto en vecindades y barrios, es todo un elogio. Te envío besos y abrazos.
EliminarNo me ha gustado... Me ha encantado, y sabes por que, por que soy mas partidario de los relatos provenientes de historias reales o vividas por el autor o autora, no desmerezco los artículos de investigación, pero estos te hacen sentir lo que estas leyendo, y mas si has pasado por una situación igual o parecida.
ResponderEliminarEn algunos momentos me he sentido identificado, y me has trasportado a esos días de mi niñez, esos juegos en la calle, esas noches de verano al aire fresco, esas meriendas de onza de chocolate, esas regañinas por no querer recogerte, los vecino/as sentadas en las sillas hasta las tantas charlando de lo acontecido en el día, y que decir de los recuerdos de esas navidades en que nos hacía felices unas almendras o unas pasas,en fin,un sin fin de recuerdos.
Tengo que confesar que a partir de... La niña abandonaba bruscamente la niñez, he sentido ese nudo en la garganta, y me han aflorado algunas lágrimas, quizá por identificar el relato, con un episodio familiar del cual he tenido conocimiento esta misma tarde.
Lo dicho, enhorabuena y me ha gustado mucho.
Pedro.
¡Gracias Pedro! Me encanta que te hayas sentido identificado con Pepito, merendando pan y chocolate, yéndose a regañadientes. Haber sabido aflorar tus sentimientos. De verdad, te lo agradezco.
EliminarTe envío besos y abrazos hasta el cielo extremeño.
Muy chulo Rosa. Gracias.
ResponderEliminarQué buena narración de los primeros pobladores de las viviendas de los Poblados de Canillas. Mi niñez, la de todos nosotros. Éramos niños sin fronteras, porque las calles y los campos eran nuestros. 👏🏻👏🏻👏🏻❤️
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